Señor, que has dividido la vida del hombre en etapas y que has hecho la
vejez; no permitas que yo me convierta en uno de esos viejos gruñones, siempre
dispuestos a denigrar, a protestar, a gruñir, a refunfuñar, que se entristecen
a sí mismos y resultan insoportables a los demás.
Consérvame la sonrisa y la risa aunque muestre mi boca desdentada o mis dientes postizos.
Consérvame el sentido del humor, que sabe poner las cosas, las personas
-y a mí mismo- en su justo lugar, que nos permite reírnos de nuestros propios
males y transformar nuestras penas en objeto de simpáticas bromas.
Haz de mí, Señor, un viejo sonriente, que no pudiendo ya dar grandes
cosas a mis hermanos, les dé, al menos, un poco de alegría.
Señor, que has
plantado en mi pecho un corazón de carne para amar y ser amado, un corazón
semejante al Corazón traspasado de tu Hijo, no permitas que me convierta en un
viejo egoísta, acurrucado y encapsulado sobre mí pequeño yo, encerrado en mis
limitaciones como entre cuatro paredes, azarado continuamente por el temor de
lo que me falta, de lo que me puede faltar y de las corrientes de aire.
Consérvame un corazón abierto, y unas manos dispuestas a apretar otras
manos y a abrirse para dar.
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